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La primavera llegó a su fin sin que se hubiese recibido noticia alguna sobre la operación de asalto a Inglaterra. El verano fue transcurriendo bajo un calor sofocante que, en cierto modo, en el interior del monasterio se hacía más soportable debido a que los gruesos muros con los que estaba construido mitigaban las variaciones de temperatura que se producían en el exterior del mismo.

Sólo a mediados de septiembre llegaron informes fiables a El Escorial. Y fueron los ministros del rey, Juan Idiáquez y Cristóbal Moura, quienes anunciaron a Felipe II que el mensajero traía malas nuevas que el monarca debía escuchar sin demora.

El mensajero relató, como las dificultades comenzaron desde que la Gran Armada tuvo que recalar en el puerto de La Coruña para aprovisionarse de agua y alimentos, ya que debido al estado de la mar tuvieron que permanecer allí anclados durante varios días.

– Continuad – insistió el monarca con cierta impaciencia.

– Finalmente – continuó el mensajero, no sin cierta desazón y temor ante la reacción del rey -, el 21 de julio decidieron hacerse a la mar y sufrieron los embates de un primer temporal que provocó la dispersión de la flota. Tuvieron que esperar varios días para reagruparse frente al golfo de Vizcaya, desde donde se dirigieron directamente con viento a favor hacia el Canal de la Mancha.


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