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Nada más desaparecer el ministro, tan embozado y misterioso como había llegado, Isabel acompañada de su criada se dirigió al convento de los agustinos. Aunque la noche no era buena consejera para que dos mujeres solas caminasen por las calles de Madrid, la distancia que tenían que recorrer era mínima.
Al poco tiempo de haber golpeado la puerta, los ojos de un fraile agustino aparecieron al descorrer la tabla que cubría la mirilla de inspección.
– Hermano, soy Isabel Osorio de Cáceres y necesito hablar al instante con vuestro prior.
El fraile les franqueo la entrada y tras indicar a la criada que pasase a la cocina para calentarse, acompañó a Isabel hasta otra instancia para que pudiera acomodarse mientras avisaba de su presencia al padre Demetrio Ulloa.
– Me han dicho que requeríais mi presencia con urgencia – se presentó el agustino - ¿acaso necesitáis confesión?
– No padre Demetrio, ya sabéis que ayer mismo confesé todas mis faltas y cumplí la penitencia que por ellas me impusisteis – dijo con una pícara sonrisa -. Sin embargo, con respecto al servicio que os voy a pedir, deberéis guardar secreto como si de confesión se tratase.