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–Descansen todos, ahora –dijo Juan Lucas–. Ya mañana veremos.

Lo que vieron mañana fue la manera de deshacerse de Vilma, sin que los demás protestaran demasiado. Al menos, eso era lo que acon­se­ja­ba Juan Lucas, sentado en su cama-templete, terminando de de­sa­yu­nar. Si no hubiera sido porque eran las diez de la mañana, uno habría pensado que recién se iba a acostar: ni una sola arruga en su pijama. Susan, linda a su lado, hubiera querido encontrar una so­lución mejor que esa, sobre todo porque Julius iba a sufrir. Pero él, removiendo el azúcar en el café, una nada más ligero que de costumbre, di­jo que ya era hora de que el mo­cosillo se olvidara de tanta ama y tan­ta cosa; andaba metido siempre entre la servidumbre o conversando con el jardinero, con cualquiera menos con otro igual a él. Susan le daba la razón, es verdad, darling, pero le daba también tanta pe­na... Juan Lu­cas trató de ser terminante: que llamara a Vilma, que le hablara, luego él le daría una buena suma y punto final. Pero ella insistía en tener pena esa mañana, hasta dijo que era culpa de San­tia­guito.

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