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Tras la sentencia del rey, un silencio sepulcral invadió la sala. Se pudo ver en muchos rostros el dolor y el desencanto frente al fallo, pero nadie alzó la voz.

—Todos hemos escuchado la decisión de nuestro rey –dijo finalmente Cruth con serenidad–. Ahora les pediremos que informen el veredicto a sus familiares y amigos, y que descansen. En los próximos días se les comunicará cómo y cuándo partiremos.

Mientras todos lentamente comenzaban a estirar sus piernas y a incorporarse, una figura –que hasta entonces había permanecido silente– se puso de pie y alzó la voz.

—Antes que se dé por concluido este concilio, me gustaría hacer una declaración –dijo.

—Por supuesto, Sedian –replicó Cruth amablemente–, exprésate con libertad.

—Tendrán que perdonarme todos los individuos sabios y sagrados presentes en este templo –dijo el guerrero con una voz apagada–, pero de ninguna forma puedo acatar la decisión que ha sido tomada.

Todos posaron sus ojos sobre el hijo de Sarbon, algunos sorprendidos y otros furiosos. Pero Sedian permaneció imperturbable. Las miradas nocivas no lo alteraban y, si bien el rechazo a su desacato se podía sentir en el aire, nadie osó desafiarlo.


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