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—Sí, maestro –replicaron los dos al unísono al momento que se volteaban y comenzaban a dar indicaciones a los esbirros.

Los vientos andinos azotaban con violencia a los miembros de la horda, condenándolos a moverse con torpeza y refugiarse bajo pesados abrigos. Todos caminaban encorvados, protegiendo sus rostros de las ráfagas heladas y la arenilla que quemaban la piel. Todos, menos uno. El inmortal se paraba erguido, completamente inmune al impiadoso clima andino, vistiendo solo su habitual túnica de seda negra.

—Idris, acércate un momento –volvió a hablar Maki, ahora con una voz menos potente.

—Maestro –replicó rápidamente un sonrojado Idris al momento que daba un salto y se posicionaba junto a su maestro–. ¿En qué le puedo servir?

—Mira hacia el norte –le encomendó Maki–, dime qué ves.

—Un desierto sin vida y, tras este, un horrendo bosque que debe ser destruido –replicó, determinado, Idris.

En el rostro de Maki bailó una sonrisa.

—Llevas razón –asintió el mago–, el bosque de Eloth debe, y será, destruido.


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