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Mientras disertaba indicaciones, el joven hechicero notó algo que lo perturbó. En el interior de un pliegue de la pared andina Megisto, el alquimista, platicaba con uno de los exploradores. Pero lo hacía de forma excesivamente cautelosa, como si no quisiese ser oído. Acto seguido –acción aún más extraña– le entregó al esbirro un pequeño pergamino y este se marchó. Algo no estaba bien. Maki no les había dado material por escrito.

—¿Se puede saber qué demonios le diste y le dijiste a ese hombre? –exclamó Idris al momento que, con pasos largos, se acercaba al alquimista.

Megisto, imperturbable, torció el cuello y miró al joven hechicero con ojos desencantados.

—Nada que sea de tu incumbencia, muchachito –replicó con frialdad el anciano alquimista.

—¿Qué era ese pergamino?

—Como dije, nada de tu incumbencia. Ahora vete y no molestes, aún no he terminado de asignar órdenes a mis exploradores.

A pesar de que los modos misteriosos de Megisto y la idea –siempre presente y bien sustentada– de que su lealtad a Maki no fuese absoluta encolerizaban a Idris, había algo en la presencia del alquimista que lo hacía temblar de terror y lo incitaba a evitar tener contacto con él.


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