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En segundo término, porque entiende que, si no resulta posible aplicar una norma jurídica extranjera, ha de aplicarse, con carácter subsidiario y residual, la norma jurídica española.
Y, finalmente, porque parece desconocer que lo que el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva garantiza es un pronunciamiento fundado en derecho, no cualquier resolución. Y, por tanto, que difícilmente puede respetar dicho derecho una tesis que contraría la solución más acorde con nuestro ordenamiento jurídico y que lo hace, además, sin basa o apoyo suficiente.
No desconocemos que la solución propugnada por el Tribunal Supremo parece haber quedado corroborada en la Ley de cooperación jurídica internacional en materia civilssss1.
Sin embargo, una lectura atenta de lo que dispone dicha norma, y más en concreto de que se refiere en su artículo 33.3, permite afirmar que no es así, que el legislador matiza que aquella es una solución excepcional, facultativa –en consecuencia, no obligatoria– y solo aplicable cuando las partes no hayan podido acreditar el contenido y vigencia del derecho extranjero. Y, por tanto, que no está prevista para supuestos ordinarios, sino insólitos, en los que, aunque se ha procurado, no ha sido factible acreditar dichas circunstancias y, en consecuencia, la prueba del derecho extranjero deviene imposible (por ejemplo, porque el país de que se trate esté inmerso en una compleja guerra civil, carezca de un gobierno y autoridades estables, etcétera). En tales supuestos, sí parece razonable que el derecho español se aplique como última ratio. Pero, no dándose dichas situaciones, lo lógico y razonable es que, quien solicite la aplicación de un derecho extranjero, acredite debidamente su vigencia, contenido y auténtica interpretación; y que, si no lo hace, asuma las consecuencias negativas que pueda depararle su pasivo proceder.