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Ese vaciado de la acción típica no es tal, puesto que, y ahora volvemos a lo expuesto en el primer apartado de estas páginas, no se ha de olvidar que el ejercicio del derecho de reunión o manifestación es un acto de plena constitucionalidad, y, por lo tanto, la intervención del derecho ha de ser, en principio, de respeto y protección. Partiendo de esa condición de acto constitucionalmente adecuado puede volver a plantearse la pregunta central: ¿en nombre de qué es transformable en delictivo lo que nació como expresión del ejercicio de un derecho fundamental? Y la respuesta es, a mi modo de ver, clara: porque la realización de actos violentos no tiene nada que ver con el derecho fundamental mencionado, que en modo alguno puede dar cobertura a delitos, entre los que se ha de incluir también, los cortes de vías urbanas o interurbanas en tanto que pueden suponer una coacción.
Conforme a la vigente configuración del delito bastará con alterar la paz pública ejecutando “actos de violencia sobre las personas o sobre las cosas” o amenazando a otros con llevarlos a cabo, lo que es una declaración genérica que no se corresponde con tipicidades concretas. Solo entendiendo que esa vaga alusión a “actos de violencia” y a “amenazas de llevarlos a cabo” ha de entenderse necesariamente como hechos típico-penales (de lesiones, de coacciones, de amenazas), puede dotarse al nuevo tipo de una interpretación aceptable. Pero es que, además, se prescinde del previo requisito de que se haya alterado el orden público (olvidando el sentido del nomen iuris de la infracción), y hasta se prescinde también de la necesaria actuación en grupo, pues se admite el desorden público de quien, actuando individualmente, pero amparado en el grupo, realiza esos actos, bastando, por supuesto, la amenaza, que podría en todo caso ser castigada con arreglo a su propia tipicidad sin necesidad de acudir a este delito.