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Porque, la realidad es que los cambios jurisprudenciales y los que se anuncian en el anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal, si prosperan, van a suponer tal modificación del sistema de valores constitucionales y del papel de la jurisdicción y su sometimiento exclusivo a la ley, que es posible afirmar que la prueba ilícita, como solución, que no prevención a la labor de obtención de pruebas mediante procedimientos vulneradores de los derechos humanos, ha dado paso a tendencias que ponen el acento en ese discurso vago e impreciso de anteponer la “verdad” y la “justicia” a la primacía de la dignidad del ser humano. Pueden defenderse posiciones, respetables, en defensa de opciones distintas, muy similares a las que regían con anterioridad a la incorporación de la garantía constitucional que amparaba el rechazo a este tipo de actos, pero la realidad es que se traducen en la subordinación de esa dignidad humana, que se considera un valor inferior, al llamado debido proceso, el justo y equitativo, siempre incierto. No es el derecho de la persona lo esencial, sino el proceso en una consideración abstracta que pone el acento en los intereses generales, no en el individuo. Un golpe certero a los principios humanistas y una elevación de lo general sobre lo particular. Una atribución al proceso de valor preeminente sobre el sujeto imputado, al que se somete no solo a la posible pena, sino igualmente a la pérdida de eficacia de sus derechos si son violados y esa violación se justifica en el éxito de su condena misma. Un sujeto que pasa a ser objeto, en línea con los principios inquisitivos que actuaban bajo los mismos principios.