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No obstante, y en contra de lo que pudiera parecer, en la práctica, la utilización de estos medios anticonceptivos y abortivos iría haciéndose cada vez más frecuente –al menos hasta la consagración del cristianismo–, y eso si tenemos en cuenta únicamente a las matronas y esposas romanas, puesto que el resto –torpes, actrices o prostitutas, entre otras–, al no recaer sobre ellas la presión de la estafa de hijos al marido, poco importabanssss1.

Ahora bien, aunque lo cierto es que este tipo de cuestiones que hemos planteado se presentan como una clara y flagrante intromisión en el cuerpo femenino y en la capacidad reproductiva de la mujer, no son los únicos ejemplos dentro de la sociedad romana. Precisamente, por ser estos vientres los garantes de la descendencia legítima del marido y, por ende, de su estirpe familiar, eran muchas las ocasiones en las que se establecía como medida de precaución un embargo del mismo –missio in possessionem ventris nomine–, momento en que aparecería una figura peculiar: el curator ventris. Este curador del vientre era el encargado de controlar que el embarazo se llevara a cabo de un modo correcto para poder llegar a término, además de garantizar la veracidad en el parto. Los casos más comunes eran los de curadores designados para velar por el contenido del vientre de las viudas, o de las divorciadas de las que se tuviera constancia –debían manifestarlo– o sospecha de que pudieran estar embarazadas. En esos supuestos, se sometía a las gestantes a un minucioso examen físico –inspectio corporis ventris nomine–. Si resultado de dicho examen, o de cualquier otra evidencia, quedaba demostrado su estado, pasarían a tomarse las medidas que se considerasen necesarias para garantizar el bienestar del contenido –el nasciturus–. Así, recogía Paulo que “el que está en el útero es atendido lo mismo que si ya estuviese entre las cosas humanas, siempre que se trata de las conveniencias de su propio parto, aunque, antes de nacer, en manera ninguna favorezca a un tercero”ssss1.

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