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—Documentación, por favor.
Esas palabras calaron en mí como punzones, me hirieron el alma. Conteniendo mis temblores, les mostré mi documento. Me miraron fijamente y me lo devolvieron sin mediar palabra. Recobré la serenidad y con mis manos sudorosas sujeté fuertemente mi pequeña maleta. Me acerqué a la puerta de salida del vagón y puse pie en el andén. Me sellaron el pasaporte y desde Behobia tomé un autobús que hacía la ruta Pamplona-Logroño.
Mi hermano Cristóbal me esperaba en la terminal de las líneas de autobuses. Desde allí pusimos rumbo a Fuenmayor.
—¿Cómo se encuentra padre?
—Mal, desea hablarnos a todos. Como sabes, él siempre te quiso más que a ninguno de nosotros y aunque tu rebeldía y ausencia le han causado mucho daño, nunca dejó de mencionar tu nombre en todo este tiempo que has estado fuera de casa.
—Tú me conoces bien, Cristóbal, ¿o no? Yo hubiese sido muy infeliz sometiéndome a la voluntad de padre. Puedo entenderlo, pero ¿él me entiende a mí? Mis dudas tengo. Tú eres el mayor, te imponías como obligación cuidar de todos los hermanos según nuestra enseñanza en el seno familiar y, aunque te esforzabas en captar mis sentimientos, creo que nunca llegaste a comprenderme. He experimentado muchas cosas solo, sin apoyo, decisiones temerarias, soledad y angustia, ¿sabes? Voy a contarte algo que quizá te abra un poco el corazón y sepas realmente quién soy y cómo deseo vivir, pero me prometerás que nunca lo comentarás en casa, ¿me lo prometes?