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Su regreso, con otras dos tazas de la mano, me sacó de mis pensamientos, pero una vez que estos se habían producido fue peor, mucho peor. Me moría por poder contemplarla, pero era incapaz de mirarla. Me moría por tocarla y besarla y no sabía qué hacer con mi cuerpo ni cómo sentarme. Parecía un perro con pulgas. De repente me acordé de Tao y Greta… Mi salvación.
—Creo que será mejor que me vaya. Tengo que sacar a pasear a mis perros —dije sin mucho convencimiento, pero deseando alejarme de ella antes de hacer algo que me hiciera arrepentirme después. En el fondo, mis pensamientos y mi deseo me hacían sentir hasta un poco senil. Me resistía a admitir que a mis 65 años pudiera ocurrirme aquello, sentir algo tan fuerte que ni siquiera había sentido cuando era más joven. La realidad era que desde que había llegado a la aldea me sentía incluso más vital que cuando tenía cincuenta años, pero pensar que tenía 65, por muy bien que me encontrase, era una barrera psicológica que me sentía incapaz de superar. Solo quería escapar, volver a mi casa.