Читать книгу Exabruptos. Mil veces al borde del abismo онлайн

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El viejo Esteban dejó por un momento su odio de lado y corrió hacia la multitud que, espantada, dejaba bolsas, mallas y canastos botados. No obstante, para algunos fue muy tarde. Dos granadas salieron expedidas desde el cañón del tanque. Una destruyó el murallón frontal de la panadería y la otra arrasó gran parte de la sala de ventas, mientras que a la par, varios soldados enterraban sus bayonetas en los cuerpos, algunos aún vivos, de aquellos jóvenes, viejos, mujeres y niños que por algún extraño designio estuvieron en el lugar equivocado a la hora menos propicia. Todo duró escasos minutos; el toque de queda no permitió que otros murieran en aquella plaza, y su padre… bueno… él tuvo la entereza de levantarse, extrañamente sin ningún rasguño. Solo la misericordia de Dios lo libró de la muerte, contaría su mujer posteriormente. Y allí… él, sin rumbo, atontado y a punto de volverse loco, retrocedió en busca de su hogar, extrañamente también, sin que nadie se lo impidiera.

Pese a que la clase obrera y el pueblo en general se habían sentido felices por estar caminando hacia el socialismo, era muy difícil que con esa política popular y con el ideal de algunos dirigentes de la coalición gobernante, de la toma del poder por las armas, se mantuviera este estilo de gobierno por mucho tiempo, más aún si los intereses de las grandes multinacionales, junto al de muchos prominentes millonarios criollos, habían sido tocados. Ramiro, por su parte, creía que el socialismo era una buena idea política, pero estaba consciente también de que el pueblo no estaba preparado para desenvolverse en un gobierno suprapartidista y menos que algunos de sus personeros más populares fueran a ser idóneos en los cargos que se les asignaran. La prueba de ello era palpable. Dos de los ministerios sociales más importantes habían caído en manos de personas que ni siquiera habían terminado la enseñanza básica. Por otro lado, algunos ignorantes en materia de economía ejercían cargos afines en organizaciones gubernamentales. Más allá de todo ello, él continuaba estando por el diálogo, pero un diálogo diferente al que la demagogia los tenía acostumbrados. Él soñaba con que alguna vez la mesa de conversaciones estuviera servida igual para ambos lados, no caviar y codornices para uno y solo una tostada pelada para el otro. Que los acuerdos de verdad se cumplieran y que los sinvergüenzas y ladrones pagaran efectivamente sus culpas en el mismo lugar, no como sucedía hasta entonces, en que algunos iban a parar a una cárcel tipo ratonera y otros al Capuchinos Hotel.

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