Читать книгу Exabruptos. Mil veces al borde del abismo онлайн

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–¡Eso es culpa suya nomás poh, compadre! Usted la acostumbró así.

Ramiro se alejó un poco y golpeó con todas sus fuerzas el tronco de un alicaído sauce llorón, mientras descargaba un cúmulo de groserías. Le costó sobreponerse a la rabia y sacar el habla de nuevo. Cuando lo logró, se acercó a su amigo y abrazándolo le dijo:

–¡Está bien! Nos devolveremos todos. No estoy dispuesto a que la arpía de tu mujer vaya con cuentos donde la Lore y le amargue aún más la existencia.

Posteriormente, dirigiéndose a Ana María, gritó:

–¿Me puedes echar una manito para desarmar la carpa?

La muchacha de un brinco estuvo a su lado.

–¿Qué hago, don Ramiro?

–¡Calmada, mi amor! –contestó él–. Le daremos en el gusto por esta vez, así también tú estarás más tranquila.

–La muchacha le sonrió en agradecimiento e iniciaron juntos la labor de desarmar.

Ramiro tenía la conciencia totalmente tranquila, había sido un paseo de ejercicio y relajamiento y ninguna otra cosa, pero, lamentablemente, Verónica, quien manejaba a pleno gusto a su marido, no quiso aceptar ninguna de las explicaciones. Se subieron al auto en silencio y emprendieron el camino de regreso. Una vez llegado al pavimento, Ramiro subió el volumen de la radio y se dedicó a cantar todas las canciones que asomaban en el dial. Mientras la oscura carretera de vez en cuando era alumbrada por los focos de los pocos coches que los enfrentaban, Ramiro alargó la mano y le tomó suavemente los dedos a la joven, quien le devolvió una preciosa sonrisa.

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