Читать книгу Exabruptos. Mil veces al borde del abismo онлайн

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Era domingo y como Lorena nuevamente se encontraba fuera de la región –ahora le había correspondido ir a Coquimbo por cinco días–, había decidido que sería bueno alimentar su espiritualidad. Se levantó temprano y mientras Ana María vestía a Cristián, preparó un rápido desayuno. Leche con Milo para el pequeño, café con leche para Any y té puro para él. Lo complementaban huevos revueltos con pedacitos de tocino, y tostadas con mantequilla y mermelada.

–¡Vamos, vamos! Que se nos hace tarde.

–Ya estoy casi lista, don Ramiro. Solo me falta peinarlo –contestó Any, mientras terminaba de vestir a Cristián.

–¡Sí, porque ya son las diez! Y recuerda que nos iremos a pie.

–¡ Uf ! –exclamó Ana María–. Entonces no tienen pa´ cuando llegar.

–¡Tranquila! Al menos, llegaremos ante de la bendición final.

Desayunaron con rapidez y los dos varones salieron disparados. Ya en la acera, Ramiro tomó a su hijo por los brazos y de un envión lo montó a horcajadas sobre los hombros, apurando visiblemente el tranco. Llegaron justo cuando se entonaba el Pescador de hombres, que gustaba tanto al niño y que, pese a ser un himno católico, ya se había convertido en todo un símbolo del cristianismo, sobre todo su estribillo, que lograba estremecer al corazón más duro.

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