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Papá me lo advirtió con tiempo:

–Hijo, dentro de un año me jubilaré y no creo que entonces me alcance el sueldo para mandarte el dinero.

Creo que fue a mi madre a quien se le ocurrió otra idea.

–Pedrito, ¿por qué no dedicas unos años a trabajar, así ahorras dinero para estudiar?

–¡No! –fue mi respuesta–. Si quiero aprender a nadar, tengo que tirarme al agua, y me tiro ahora.

Así que a principios de febrero de 1947 viajé a La Plata. La familia Basanta me recibió muy bien. Doña Emma había sido amiga de mi madre en el antiguo Colegio Adventista del Plata. Don Ángel, su esposo, era un sastre que trabajaba mucho y muy bien. Tenían tres hijos: Febo, Raquel y Mimí. Con ellos nos hicimos amigos fácilmente.

Tuve que ir en febrero porque había un curso de preparación para el examen de ingreso. Tenía que caminar bastante para ir de la casa de los Basanta, cruzando el bosque de La Plata, hasta llegar a la Facultad de Medicina.

El primer día que fui, me encontré con un muchacho que iba al curso de ingreso, igual que yo. Todavía no habían comenzado las clases cuando un ordenanza que estaba allí con guardapolvo blanco, nos dijo como para “animarnos”:

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