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Jenny y yo asistíamos a la Iglesia de Palermo. Más cerca, imposible: estaba en la planta baja de “nuestro” departamento.

Un día el Pr. Peverini nos pidió que fuéramos los sábados a colaborar con una pequeña iglesia en Bella Vista. Por supuesto, aceptamos. Teníamos que tomar el tren en la estación Palermo y bajarnos en Bella Vista, provincia de Buenos Aires. Allí, algunos sábados tuve que predicar. Jenny tenía a su cargo la reunión sabática de los niños. Fue este lugar donde la Junta decidió nombrarme anciano de la iglesia.

Nuestra experiencia de convivencia con el Pr. Héctor Peverini fue una bendición para nosotros. Aprendimos una nueva definición de lo que es un verdadero cristiano. Él nos la enseñó sin palabras, tan solo con su vida. No nos lo dijo, pero nos lo mostró: “Un verdadero cristiano es alguien con quien es muy agradable convivir”.

Vivimos con él exactamente un año. Para nuestra desdicha, lo nombraron director del Colegio Adventista del Plata, en Puiggari, Entre Ríos. Jenny y yo nos preguntábamos: “Y ahora… ¿Adónde vamos a vivir? ¿Debajo de un puente?” Pero recordamos una vez más: “[Dios] nos ha entregado sus preciosas y magníficas promesas, para que ustedes, luego de escapar de la corrupción que hay en el mundo debido a los malos deseos, lleguen a tener parte en la naturaleza divina [...]” (2 Ped. 1:4, NVI). Y entre esas promesas había una que nos llenaba de esperanza: “Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar; sobre ti fijaré mis ojos” (Sal. 32:8).

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