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Una noche yo volvía en tren de mi guardia en la Asistencia Pública de La Plata. Sentado cerca de mi asiento iba un sacerdote, y me acerqué para darle un folleto misionero. Lo recibió, pero con toda firmeza me dijo: “Ustedes no tienen derecho de predicarle a nadie, Cristo les dio esa orden solamente a sus apóstoles y a aquellos sobre los cuales ellos pusiesen sus manos”.
Me quedé mudo; no tenía respuesta alguna que darle. Llegué a casa, al Hogar de Estudiantes Universitarios. Estaba muy preocupado. ¿Cómo no tuve respuesta alguna para ese sacerdote? Al día siguiente la encontré, y nada menos que en 1 Pedro 1:1 y 2, y 2:9: “Pedro, apóstol de Jesucristo, a los expatriados en la dispersión en el Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia, elegidos según la presciencia de Dios […]. Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable”.
Estos textos enseñan que si ya salimos de las tinieblas y tenemos la luz, tenemos también la responsabilidad y el privilegio de anunciarla y compartirla.