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Teddy tuvo que hacer un auténtico esfuerzo para no reír a carcajadas. Maliciosamente, señaló el retrato de su madre colgado detrás de la puerta. Era una obra muy desafortunada.

―Su retrato es aquél… Lo pintó mi tía y hay que reconocer que es bastante malo.

En su fuero interno, Teddy disfrutó lo indecible al ver los esfuerzos de las muchachas para disimular su desilusión. La más joven, que apenas contaría doce años de edad, manifestó su contrariedad al comprobar que su ídolo era un ser vulgar según aquel retrato.

―Pensaba que tendría unos dieciséis años y que se peinaba con dos largas trenzas. ―dijo, enfriando ya su entusiasmo―. Mejor será que nos vayamos. Podemos dejar nuestros cuadernos por si la señora Bhaer quiere escribir en ellos algún pensamiento suyo.

Su madre y sus hermanas trataron de disculparla y alabaron el retrato, del que hicieron grandes elogios que sonaban a falsos.

Parecía que iban a marcharse cuando la señora Kingsbury vio en la estancia contigua una mujer de mediana edad, con un pañuelo en la cabeza, atareada en sacar el polvo. Antes de que Teddy pudiera evitarlo la impetuosa señora se encaminó a la otra habitación y habló con su habitual rapidez.

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