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Un poco más allá, en la misma terraza, otra escena teatral. Pero tragicómica. La componían Nan y el inevitable Tom.

―¿Es que se ha herido en la cabeza? ―preguntó alarmado Laurie a Jo.

―¡Qué va! ―respondió ella riendo―. Nan le ha prohibido acercarse a ella porque olía demasiado, y él lo ha solucionado liándose la cabeza con un pañuelo. Lo que no sé es lo que estarán haciendo ahora.

Lo que Nan estaba haciendo era practicar en Tom, por necesidad, sus habilidades médicas.

Sintiéndose romántico, Tom había querido ofrecerle una rosa con tan mala fortuna, habitual en él, que se le clavó una espina. Al muchacho le fue de maravilla, porque ahora su mano estaba retenida por las de Nan, empeñada en sacarle el pincho.

―¿Duele?

―No, Nan. No duele. Me agrada. Me tiraría de cabeza al rosal si tú habías de quitarme los pinchos.

―Pruébalo. A lo mejor entonces tengo un enfermo más grave y te quedas como un cactus.

―¡Oh, Nan, porque no…!

―Por favor, Tom No acerques a mí tu perfumada cabezota. Me marea, ya te lo dije. En una cabeza, Tom, lo importante no es lo de fuera, sino lo de dentro.

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