Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн
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―Ya lo sé, Nan. Hay que quemar la herida, ¿verdad? Hazlo inmediatamente. Lo soportaré. Pero será mejor que Ted se vaya.
El valor de aquel muchacho, tan tranquilo, tan reposado, era patético. Incluso cuando iba a soportar una dolorosa prueba se preocupaba más de su hermano que de sí mismo.
Teddy, haciendo esfuerzos desesperados por no llorar, afirmó rotundamente:
―Si él lo soporta, yo también lo aguantaré. No quiero irme por nada del mundo. Debo estar con Rob. No faltaría más…
―Muy bien, Ted. Quédate con Rob un momento. En seguida vuelvo.
Era día de plancha y afortunadamente el fuego estaba encendido.
Sin perder un segundo Nan puso un asador en el fuego. Mientras se ponía al rojo vivo, rogó a Dios que le diera fuerzas para soportar la prueba.
Trémula de angustia, Nan procedió a cauterizar la herida. Rob lo soportó con un valor extraordinario y sólo un leve gemido se escapó de su apretada boca. Teddy ayudó cuanto pudo, pero la impresión y el remordimiento pudieron más que su fortaleza y cuando Nan hubo terminado le vio tendido, desmayado, sin haber dicho nada.