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―Ayúdeme, señor Hoffmann. No hay salvación para nuestra nave.
Como si aquella decisión agotara sus últimas fuerzas, el capitán se desplomó en brazos de Emil. El muchacho le alzó en vilo y, trabajosamente, se deslizó con él por la escala de cuerda hasta el bote de salvamento, que se mantenía arrimado al casco del barco.
Una vez acomodado el capitán y atendido por sus alarmadas esposa e hija, Emil tomó el mando.
―¡Adelante! ¡Bogad! ¡Alejaos antes de que sea demasiado tarde!
De pie en el bote, Emil contempló aquel hermoso e imponente espectáculo. Las llamas prendían en la arboladura del barco, la brisa llevaba millones de brillantes chispas y el mar devolvía, mil veces reflejada, la imagen de la hoguera.
―Adiós, Brenda ―murmuró Emil.
Con el hundimiento definitivo la oscuridad llegó para los tripulantes del bote. A pesar de sus esfuerzos perdieron contacto con las demás embarcaciones. Así, a la luz del alba, por todos lados había la más absoluta desolación, sin rastro alguno de los demás supervivientes.