Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн
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―Dan, ¿leíste el libro que te di?
―Sí, lo leí. No sé mucho aún de él, pero aprenderé.
―No sabes cuánto me alegra oírte hablar así. Sé que algo te aflige, Dan. Cuéntamelo. Confía en mí. Debes compartir tu pena y te resultará más ligera.
―Me gustaría contárselo…; lo estoy deseando…, pero temo hacerlo. Porque si usted no me perdona no podré mantenerme a flote.
―Las madres lo perdonan todo. Ten la seguridad de que no te abandonaré nunca. Aunque el mundo entero se volviera contra ti.
Jo tomó entre las suyas una de las manos de Dan. La mantuvo fuertemente estrechada y aquel contacto pareció decidir al muchacho. Lentamente, con largas y penosas pausas, sin osar levantar ni una vez la mirada, Dan contó su triste historia.
Jo escuchó en silencio sin interrumpirle ni una sola vez.
―… eso es todo. Ahora, ¿puede usted perdonarme? ¿Querrá tener en su casa a un ave de presidio?
Nada dijo Jo, porque la emoción se lo impedía. Pero su acción fue lo bastante reveladora para suplir las palabras.
Con los ojos inundados de lágrimas abrazó a Dan y puso su atormentada cabeza sobre su pecho de madre, porque era una madre para él.