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En cambio, la otra noticia pudo parecerle formidable a un niño de nueve años. Es seguro que, como parte de su primera educación, hubiera recibido nociones teóricas sobre armería y también que, junto a los hijos de su ayo, se entretuviera peleando imaginarias batallas. Pero en aquella primavera la teoría y los inocentes juegos iban a convertirse en algo real y concreto.

Sí, porque antes de marcharse de Salamanca, precisamente el 20 de enero, Fernando III había organizado una campaña castellanoleonesa con el objetivo de atacar y conquistar ciudades clave para limpiar el camino hasta Jaén, punto de gran importancia estratégica debido a su ubicación en Andalucía. La avanzada se haría enviando dos cabalgadas –ejércitos a caballo– para que penetraran territorio musulmán.

Y por orden de su padre, Alfonso iría al frente de una de las huestes.


Cada cabalgada tenía su propia misión y su jefe. La que debía aniquilar la presencia musulmana en Córdoba y en Sevilla iba bajo las órdenes del ricohombre y caudillo militar Álvar Pérez de Castro (siglo XII-1239), apodado “el Castellano”. Y era la que lo tenía a Alfonso al frente de guerreros adultos, expertos y más conscientes de lo que deberían enfrentar.

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