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—Yo lo dejaría en nervioso. Porque no recuerdo la última vez que te excitaron… —añadió Carbonell, que seguía juguetón.

—Ya, bueno —Vila soltó una carcajada nerviosa—. Ya sabe que soy exigente con las mujeresh.

Carbonell fingió creérselo y empujó la puerta giratoria que daba al exterior. Vila no consiguió entrar en el mismo compartimento y esperó impaciente al siguiente.

En Barcelona hacía un día radiante, más típico de finales de primavera que del otoño en el que se encontraban. Una ligera brisa agitó el pequeño tupé que escasamente engominado lucía el fiscal. La calle era un hervidero de transeúntes de todas las nacionalidades; pakistaníes y británicos eran los más numerosos y hacían patente la globalización en la que estaba sumida la ciudad. Un adolescente con gorra pasó a toda velocidad subido en un patinete eléctrico, sorteando señales y señoras con carrito de la compra. La regulación por parte del Ayuntamiento de ese nuevo tipo de vehículos estaba al caer pero, hasta entonces, cada uno circulaba como le parecía.

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