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El interior del bar estaba reformado y el murmullo constante denotaba la hora punta de cafés y desayunos. Había una decena de mesas de madera lacada, cada una iluminada por su correspondiente bombilla Edison colgando del techo. En la esquina reposaba una pequeña barra con taburetes altos, que invitaban a sentarse a todo aquel que quisiera tomar un tentempié rápido. Todas las paredes eran acristaladas, lo que provocaba una gran luminosidad en el interior y una temperatura agradable.

Tras una breve inspección, Carbonell observó que el bar estaba lleno y optó por sentarse en uno de los dos taburetes que quedaban libres en la barra. Al verlo, Juan Luis, el dueño, dejó a medias el expreso que estaba preparando y se acercó mostrando una gran sonrisa.

—¡Dichosos los ojos, Raimon!

Juan Luis era de los que estrechaban la mano con energía, decidiendo siempre cuándo terminaba el apretón.

—Qué caro eres de verte, figura —añadió, campechano—. ¿Te pongo lo de siempre?

—Hoy alíñalo, Juan Luis —contestó Carbonell.

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