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—Voy a tomar un café —dijo Carbonell dirigiéndose a Vila—. ¿Te vienes?

No obtuvo respuesta y giró la cabeza. A trancas y barrancas su asistente salía de la puerta giratoria.

—Creo que me lo tomaré en la oficina, señor. Tengo trabajo acumulado, pero gracias.

Carbonell enarcó las cejas en forma de despedida y se encendió un cigarrillo mientras cruzaba la calle.

Haciendo chaflán se encontraba el bar La Venia, frecuentado por abogados, fiscales y jueces, dada su proximidad a los juzgados. El nombre se lo puso su dueño, Juan Luis, en una poco disimulada estrategia comercial que invitaba a entrar a los profesionales del ámbito jurídico, quienes tenían trato preferencial. No obstante, Carbonell no era de los que acudieran a menudo. En la medida de lo posible, rehusaba frecuentar sitios públicos donde intuía que podía encontrarse con colegas del sector que le calentasen la oreja narrándole, con sazonada inventiva, sus fechorías jurídicas.

Sin embargo, tras lo ocurrido hacía escasos minutos en la sala de vistas, le apetecía un momento de desconexión saboreando una taza de café.

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