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—Lo son, hijo. Más que malos, yo endurecería la palabra y la convertiría en inhumanos. Pero de una crueldad tan brutal como desconocida para nuestros días. En las épocas de nuestros antepasados, los sefardíes nunca hemos estado en los centros de atención de los pueblos. Siempre nos hemos visto obligados a vivir y convivir en guetos con nuestros similares, con nuestros análogos. Eso lo hemos tenido que soportar desde que el tiempo es tiempo y seguirá perdurando hasta que no llegue a crearse un estado propio, la tierra que Dios prometió a Moisés y que todavía estamos esperando. Una pregunta, David. Una pregunta muy simple.

—¿Qué pregunta?

—¿Cuántos amigos tienes fuera del recinto de la sinagoga?

El muchacho se sorprendió. La pregunta era muy concisa, pero a la vez definitoria. Tenía que convenir en que su padre tenía razón.

—¿Qué os voy a contar? Sabéis que salimos poco a la parte exterior de nuestro recinto y fuera de nuestros conocidos —dijo con amargura.

—Pues eso mismo es lo que tu padre quería que llegaras a entender —concluyó Edit—. ¿Lo entiendes, hijo?

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