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—Muy fácil, no te voy a engañar. Un señor extranjero vino a la tienda para empeñarlo. Yo le comenté que no hacía empeños, sino compraventa y préstamos. Me dijo: «Pues hágame un préstamo y quédese con la piedra como garantía». Le pregunté cuánto necesitaba, me dijo que quinientos pengós, consideré que valía la pena y hasta hoy no ha venido a reclamarlo. De esto ya hace varios meses y dudo mucho que pueda volver a exigirlo —mintió con un descaro pasmoso—. Es posible que tuviera una necesidad urgente y ni él mismo tenía constancia de su valor.

—Pues te ha salido un buen trato. Muchos así me gustaría tener a mí.

—No te molesto más, Menajem.

—¿Cómo ves la situación? —le preguntó de improviso.

—Mal, mal. Cada vez peor. Pero ¿qué podemos hacer? —dejó en el aire.

Solo hacía pocas semanas que los alemanes habían tomado Hungría sin ningún tipo de resistencia, y lo habían decidido con tal premura que las autoridades húngaras obstruyeron la salida de judíos para los campos de concentración nazis. La obstrucción la llegaron a considerar los alemanes como un desaire al Reich y, por tanto, eligieron el camino más fácil para su control del país y de los hebreos que en él habitaban.

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