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Durante el regreso a su domicilio, Daniel se sentía muy afortunado dentro de la desgracia que perseguía a su etnia. Alegre y venturoso, porque consideraba que miembros de la embajada española se comportaban con una valentía fuera de lugar haciendo frente a un contexto que podría costarles la vida, caso de que las fuerzas alemanas llegaran a comprender su estrategia. Poco a poco y a medida que se clarificaba su situación familiar, recordó las últimas palabras de aquel Ángel de la legación ibérica que en su despedida le dijo:

—Y del viaje a España no os preocupéis. Arreglaremos los volantes como si fueras miembro colaborador de la propia embajada. Si no podéis pagar los gastos, también lo tendremos en cuenta.

—Sí, sí. Los pagaremos —hizo una pausa— de alguna manera.

—Ya hablaremos cuando tengamos los documentos. Calcula una semana, más o menos.

—Gracias, muchísimas gracias.

Y pensaba, tratando de aglutinar los diferentes sentimientos encontrados que se sucedían en los últimos días, en las últimas semanas, en las que el Dios de los judíos semejaba haber desaparecido y dejado a la intemperie barbárica alemana a todo un pueblo catequizado. Muchas veces sus emociones entrechocaban con las realidades de una religión y especulaba sobre casi todas, pensando en que el entorno de la vida diaria no se correspondía con los cánones que los diferentes libros sagrados contenían. Sobre todo cuando la desgracia aparecía en los vértices de situaciones sobrevenidas que, penosamente, nada tenían que ver con el ser humano que las padecía. Y meditaba, continuamente, en que parecía ser que el Dios de los judíos había tenido la gracia de pensar en él y en los suyos. Por ello surgían las incoherencias mentales en cuanto a la religión, al culto que se desarrollaba a través de la misma y a los fervores de una devoción que, en ocasiones, se convertían en dudas mayúsculas sobre sus postulados. Pero como él mismo reflexionaba, eran su inseguridad y su incertidumbre las que no debería hacer públicas, y menos en el círculo familiar. David debería estar libre de sus vacilaciones y Edit cumplía fielmente los transcritos de la Torá sin pararse a pensar en ellos. Sin embargo, su observancia religiosa siempre había sido reducida, minúscula. Los textos bíblicos los consideraba oblicuos en su definición y sesgados para su comprensión. Nunca quiso renunciar a las prédicas de sus antepasados, pero su agudeza le obligaba a analizar circunstancias, escenarios y conceptos que generaban muchas dudas en el origen. El hinduismo y el budismo renuncian a la existencia de un Dios, pero no así el resto de las religiones. Los musulmanes creen en un Dios poderoso pero distante y los cristianos, en un Dios armónico y accesible. Y es ahí, en la cristiandad de Jesús, donde aparecían unas dudas más que razonables, porque en su independencia mesiánica se cobijan muchas devociones en el mismo Dios, con el mismo nombre, pero con diversas premisas y disfunciones: cristianismo, judaísmo, protestantismo, evangélicos y diversas creencias derivadas. Es lo que a Daniel le perturbaba profundamente. Si todas confluían con el mismo Dios, ¿cuál debía de ser la real? Pero nunca lo manifestó en la familia. Siempre pensaba que distorsionar los hechos para respaldar una teoría nunca debería ser aceptable. Y tenía la certeza de que era lo que había ocurrido con el Dios verdadero de todas las creencias.

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