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Edit, haciendo caso omiso a las demás opiniones de los miembros de su unidad familiar, indicó que estaba totalmente de acuerdo por la seguridad del conjunto. Pero también expresó sus dudas en cuanto a la soledad de Daniel en esa noche, que podría ser malinterpretada por algunos vecinos poco fiables en cuanto a su vecindario.

—¿Otro vigilante?

—Sabe Dios —contestó Daniel—. Hoy en día no te puedes fiar de nadie, y menos de los que han llegado últimamente, que son varios.

—Vale, pero si les parece bien lo haremos así. Lo que sí que les aconsejo es que eviten entrar en la embajada con la significación judía que portan en el atuendo. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. Podemos ponernos ropa por encima en cuanto dejemos el tranvía.

—Bien. ¿Alguna otra cosa? —preguntó el enviado.

—Sí, levántate, por favor.

Se levantó del desvencijado sillón y Daniel retiró el cojín que lo cubría. Allí debajo, escondido, había un fajo de billetes pengós, que extrajo y puso en manos del hombre de la embajada.

—¡Hay varios miles! —exclamó.

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