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Edit se levantó de su asiento, ante lo que David preguntó:

—¿Dónde vas, mamá? El tren va a salir —afirmó, rotundo.

—Por eso, hijo. Quiero despedirme de la ciudad en la que hemos cimentado nuestra vida durante tantos años.

—¡Es verdad! ¡Te acompaño!

Ambos dejaron el compartimento, en el que viajarían sin compañía, y se acercaron hacia la ventanilla perpendicular. Desde allí pudieron despedir, con emoción, una capital a la que difícilmente podrían volver en mucho tiempo y nunca olvidar. A Edit se le soltaron algunas lágrimas, por lo que su hijo exclamó:

—¡Mamá, por favor!

Pasajeros de otros departamentos habían tenido la misma idea inicial que los Venay y se mantenían en otras ventanillas despidiéndose de aquella preciosa metrópoli. Poco a poco y al compás de la marcha, parecía ser que los pasajeros seguían el ritmo de la locomotora y se iban alejando de las ventanillas y alojándose en sus compartimentos. La llegada sinuosa de la noche obligaba a desprenderse de la curiosidad por el primor del paisaje, que en horas diurnas hubiera sido muy diferente. Pocos minutos después, el revisor del convoy, que no revisaba nada, realizó su turno, en el que solicitaba e inscribía a los pasajeros de clase preferente en el turno que deseaban para las comidas a bordo. Había dos. El problema que sojuzgaba a los Venay en tal caso fue que el interventor efectuó la pregunta en alemán, idioma que no compartían y que parecía ser que era el único que hablaba el funcionario. Daniel tuvo que levantarse y dirigirse a otro compartimento requiriendo una simple ayuda de traducción.

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