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—No importa, papá. Lo que interesa es que mamá se encuentre bien. Además, no creo que nos perdamos nada interesante.

—¿Y el río? ¿No quieres verlo?

—¡Bah, no es el Danubio! —comentó, casi con desprecio.

En eso tenía razón. El haber vivido varios años en la ribera del Danubio implicaba que cualquier otro río del mundo difícilmente podría acercarse a su encanto.

Cuando regresaron a la estación, después de tres horas de paseo por las adoquinadas calles del centro auténtico, observaron cómo varias carretillas cargadas de carbón accedían hacia la locomotora. David, extrañado, preguntó:

—¿Sabes cómo funciona la locomotora?

—Ni idea. Sé que durante un tiempo recomendable, y eso debe de ser para cada modelo, necesitan ser reabastecidas de agua y puedo imaginar que debe de ser para la combustión. Pero no sé más, hijo.

—Pues me gustaría preguntárselo al maquinista.

—Mejor no, David. No debemos significarnos de ninguna manera.

—Papá tiene razón —medió su madre—. Si llegase la casualidad, durante el viaje se lo preguntas al revisor. Es posible que pueda explicarlo. Pero lo importante, entiendo, es que nos lleve hasta nuestro destino.

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