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Zoltan suspiró con alivio y se le ocurrió solo murmurar, aunque como disculpa:

—¡Casi mejor así! ¿Otra copita?

—No, no, gracias. Mañana será otro día.

Se levantó, se despidió de la mujer de Zoltan, que leía en un rincón del compartimento, y salió en dirección al suyo. En el corto trayecto entre vagones se cruzó con un militar, que le miró de una manera poco definida, aunque carente de todo interés.

La suspicacia de su carácter le obligaba a preguntarse si Zoltan era tan solo un pasajero más o encarnaba cualquier otro cometido de información para los «cucos». Resultaba evidente que su vecindad impuesta en el vagón de servicios, su notorio interés por relacionarse con él y su reticencia en el hecho continuo que sobrepasaba a la cortesía natural le obligaban a pensar que podría haber algo más que una simple relación de pasajeros en un largo viaje. También llegó a pensar que la mujer, esposa o acompañante de Zoltan no había dicho ni una sola palabra durante el tiempo transcurrido en la relación de proximidad que compartían. Más bien parecía sorber los diálogos entre ambos, aunque ignorando cualquier contenido de importancia. Le resultaba curioso que ni tan solo el nombre de la mujer, señora o acompañante hubiera sido pronunciado en ninguna ocasión. Allí estaba, sí, pero en una posición que Daniel intentaba no definir como clandestina.

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