Читать книгу Una casa es un cuerpo онлайн

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Cuando Sudha llegó al ashram de Rishikesh, le mostraron una habitación pequeña y limpia con paredes de ladrillo y una ventana con vista al río dormido. Se quedó dormida y tuvo un sueño. Era una mujer con dos hijos. El marido había muerto en un accidente al borde del camino. Ella vivía ahora con las criaturas en la casa del hermano del marido, en una habitación pequeña al lado de la cocina que había sido pensada para sirvientes. Alimentaba a las criaturas lo mejor que podía, pero a la noche solo recordaba la parte más triste del cuento de hadas para contarles. La madre de ese cuento era tan pobre que después de terminar de cocinar para su cuñada rica guardaba el agua con la que se lavaba las manos para darles de tomar a las criaturas. Las partículas de atta adheridas a sus manos le daban al agua un color blanco lechoso y eso era todo lo que podía ofrecerle al hambre de sus criaturas. En el cuento la madre era una buena mujer y su cuñada era una mala mujer y Dios las trataba en consecuencia; castigando a la cuñada con la vergüenza o la muerte y recompensando a la madre con riquezas…; no lograba recordar eso ahora. Todo lo que lograba recordar era el cuenco con agua que la madre les daba a sus criaturas, cómo las observaba llevarse el cuenco a los labios y beber, cómo obligaba a sus labios a esbozar una falsa sonrisa. Cómo por la noche, mientras los tres dormían en la misma cama, no una cama sino una estera estrecha tendida en el piso, respiraban fuerte en un dormir hambriento, liviano. Interrumpía el relato al ver dormidas a las criaturas. Necesitaban ropa nueva. La pequeña, a punto de cumplir seis años, tenía la piel color río del padre y el pelo oscuro tupido que la madre le había enseñado a peinarse sola. El hermano, de diez años, se parecía a la madre. Alguien le había regalado un reloj de bolsillo. Ella se lo había quitado porque pensaba que se le iba a romper, pero él se puso entonces tan furioso que no quiso hablarle durante días y el tío –el hermano del marido de ella– la había convencido de que se lo devolviera. Eran criaturas amorosas. Iban a la escuela, la acompañaban por la tarde a las casas que ella limpiaba y se quedaban sentados quietos y hacían las tareas escolares y a veces la buena mujer para la que trabajaba les daba un vaso de leche a cada uno. Trabajaba para la buena mujer algunos días, pero las otras mujeres cuyas casas limpiaba ni siquiera le permitían entrar con los niños, de modo que tenía que mandarlos de vuelta a la casa del hermano del marido, reprimiendo, al hacerlo, una mala sensación, parecida a la vergüenza.

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