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Mi hermano se encogió de hombros.

–Pregúntale –dije.

–No se puede decir –dijo él.

–¿Por qué?

–Eso dice Ishi.

–¿Quién es Ishi?

No dijo nada. Ni siquiera tenía una expresión maligna en la cara. Sus ojos eran tan oscuros que era imposible distinguir la pupila del iris. Tres semanas antes, cuando murió nuestra abuela, él había dicho que la veía de pie a mi lado. Pero yo pensé que estaba mintiendo o imaginándose cosas como los bebés.

–Ishi dice que tienes una cosa negra mala que te come la parte buena.

–¿Quién es Ishi? –dije yo–. ¿Quién es Ishi?

Esa noche me despertó mi padre sacudiéndome el hombro en la habitación vacía.

–Querida, tenemos que irnos –dijo.

–¿Adónde?

Vino luz desde la sala y cuando mis ojos se acostumbraron vi que estaba vestido. Afuera, una hilera de arbustos perennes que bordeaban la cerca divisoria entre nuestra casa y la de los vecinos rayaba la hierba de sombras tupidas. Vi las sillas playeras y el triciclo de mi hermano solitarios en el patio.

–Tenemos que irnos al hospital –dijo–. Volvemos pronto.

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