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Volvieron a llamar.

–¡Voy!

Abrí la puerta y encontré a Óscar Arcos Cruz ante mí. Me pareció más alto que la noche anterior.

–Vaya, qué alegría verte–ironicé.

–Quiero mi libro.

–Déjame–empecé a cerrar la puerta, pero puso el pie en medio de la trayectoria y volvió a abrir.

–Mi libro.

–No–traté de cerrar de nuevo, pero se deslizó al interior–. ¡Fuera! –le grité–¿Quién coño te crees que eres para entrar así en mi casa?

–¿Y tú? –touchée.

–Yo soy una zorra que sabe abrir puertas–escupí.

–Muy lista–me dijo, y se giró para escudriñar el piso en busca de Saramago.

Se detuvo al ver la minúscula habitación donde vivía. Dio un par de pasos, en silencio.

–¿Qué? ¿Te vas o no? –insistí, nerviosa.

Asintió.

–Puedes quedarte el libro–murmuró.

Se creería un santo haciendo una buena acción, el muy imbécil.

–¿¡Qué?! –me indigné– ¡No necesito tu caridad! ¡Tengo carné de la biblioteca! ¡Coge tu puñetero libro y no vuelvas más! –cerré en sus narices–¡Gilipollas! –grité para que me oyera.

Entonces me di cuenta de que el libro seguía en mi casa, así que volví a abrir y se lo tiré a la cara. Lo cogió al vuelo.


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