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Y, efectivamente, al día siguiente, al presentarme en la oficina, el sargento se levantó, me franqueó la puerta del despacho, diciéndome: «Pase “usted”».

Entré seguidamente y, al verme, el coronel se levantó de su asiento, dándome la mano y un abrazo al entregarme personalmente el documento despachado, diciéndome, al darle las gracias, con cierta confusión: «Nada de gracias, joven, siga usted por ese canino que tanto le honra. Que tenga usted mucha suerte y ya sabe que, aquí, deja un amigo que le felicita y a su disposición, si puedo servirle en algo».

Conmovido, salí del despacho casi sin poder contener mis lágrimas, al verme ya considerado y respetado humanamente, dirigiéndome, a paso ligero, a la Biblioteca Nacional, para tomar posesión de mi cargo, que me había de dar personalmente aquella gloria de nuestra literatura, como director del Cuerpo Facultativo, al que entraba a pertenecer, cuando el secretario del mismo, don José Paz y Mélia, me dijo con amable compañerismo:

–He de advertirle, compañero, que puede lograr ahora un ascenso, a dos mil pesetas de sueldo, si se dispone a prestar sus servicios en un archivo de Hacienda.


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