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Enterado de quién era don Agustín Bullón,48 quien, además de regir la biblioteca, era una de las más destacadas figuras en la política provincial, me dio la bienvenida con ese franco cariño castellano, llamándome «compañero», interesándose por mi hospedaje y ofreciéndose para cuanto necesitase, incluso dinero, enseñándome las dependencias y salones de la biblioteca, célebre por su riqueza bibliográfica, de la vetusta universidad, señalándome mi mesa de trabajo, empezando seguidamente a prestar mis servicios como si llevase en ella largo tiempo, de tal forma que, a los pocos días, don Agustín descansaba sobre mí en el régimen del salón de lectura, por el que desfilaron gran número de catedráticos para conocer al nuevo bibliotecario, un muchacho muy joven, cuyo semblante rebosaba de entusiasmo, por hacer honor a su cargo, al tribunal que le había propuesto y al cuerpo facultativo del que ya formaba parte.

Mi trato con aquellos venerables profesores, encanecidos en el estudio de sus respectivas disciplinas para la enseñanza a sus alumnos, me inició en un mundo nuevo, un ambiente de vida exenta de los diarios vejámenes a los que estaba acostumbrado, lo mismo que de glaciales e injustas indiferencias, sino, por el contrario, con ofrecimientos y consideraciones sinceros, por personas de verdadera solvencia moral, empezando por e1 rector, don Mamés Esperabé,49 completados, además, por el cariñoso respeto que me mostró el cuerpo de bedeles y mozos, encabezados por el popular conserje Domingo Pascual.


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