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Mira, siempre nos hemos querido como hermanos y tú no sabes la alegría que me has proporcionado al venir a verme y tenerte en mi casa; pero, en nombre de ese cariño y del respeto que merezco, y el que se debe, también, a mi casa, te ruego no me vuelvas a hablar, a menor palabra, en ese sentido, porque además de la inutilidad de tu intento, jamás te lo consentiré.

El pobre cura, impresionado por tan rotunda respuesta, acompañada de actitud tan resuelta, dio de ello cuenta a sus superiores, pero como había venido a las órdenes del Obispado, resolvió este que continuara en la casa del enfermo hasta el final, para aprovechar la menor ocasión de consumar la farsa deseada. Y, en verdad, que lo hubieran logrado de no estar sus íntimos alrededor de su lecho cuando se inició su agonía. Entre nosotros apareció como empujado violentamente el cura huésped, que estaba en otra habitación acompañando a la viuda, con algunas de sus amigas y, abriéndose paso, se colocó a la cabecera del enfermo, diciéndole, a grandes voces: «Mariano, ¡mírame!», y don Mariano, ya moribundo, abrió los ojos por última vez, lanzando sobre su amigo una mirada de reconvención mezclada con desprecio, cerrándolos, para siempre.


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