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Hombre serio y consecuente con su ideología, gozaba de gran predicamento en toda Salamanca, que, aunque levítica por tradición, y a pesar de estar manejada por los jesuitas y dominicos, le rendía gran respeto y simpatía, pero sabíamos que en el Obispado se llevaba al minuto el curso de su enfermedad y se urdía, con toda solicitud y tacto, la manera de lograr de él un arrepentimiento de sus ideas racionalistas, aunque fuera ficticio, buscando su logro, que constituiría un éxito cotizable de la Iglesia, por presión en la familia. El caso era evitar que se verificase el primer entierro civil que, con escándalo de las beatas, se sabía había de ser muy concurrido, por lo que significaba la personalidad del ilustre maestro. Y un día, casi un mes antes de su fallecimiento, nos encontramos hospedado en su casa a un cura forastero, al que don Mariano tuteaba y trataba con el mayor cariño y fraterna familiaridad. Era de su propio pueblo y se habían criado juntos, yendo a la escuela al mismo tiempo, y que, según decía, había venido desde su curato, que no pertenecía ni mucho menos a la diócesis de Salamanca, a pasar unos días con él y acompañarle, recordando sus tiempos juveniles, pero que, en verdad, pudimos apreciar que fue buscado, como elemento valioso, para el logro del objetivo que se perseguía. Y, en verdad, el fracaso se hizo notar enseguida, porque a las primeras de cambio quiso iniciar su verdadera misión aprovechando la intimidad y la confianza de que se gozaba en aquella familia. Don Mariano, con aquella firmeza con que acompañaba a sus palabras, le paró los pies, como vulgarmente se dice, en esta forma:


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