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Y cogió su sombrero, saliendo del despacho, viniendo a la biblioteca para contarme la escena y aconsejarme ser más suave y comedido, para aplacar el furor clerical, porque la Iglesia no deja de ser, siempre, un peligroso enemigo.

Pues eso me estimula más, y, desde ahora, demostraré al obispo que me tienen sin cuidado sus amenazas, rindiéndole el favor de no hacer públicas sus caritativas andanzas, porque yo no soy como los integristas. Toreo, como dijo Frascuelo, todo lo que salga del toril.

Y ya lo notaron en el Palacio Episcopal, que, a su vez, me declaró una guerra sorda y efectiva, verdaderamente sin cuartel y acuciada por el odio clerical, como se verá más adelante.

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Yo salí de Madrid con la más profunda convicción republicana, pues ya había actuado siendo estudiante en las juventudes de ese partido, revestido, además, de un anticlericalismo que he sostenido toda mi vida, no como un sectario vulgar, sino como un convencido de que, además de ser un explotador del pueblo, representó, siempre, un poder reaccionario en la evolución de la cultura y de la moral, al mismo tiempo que desvirtuó, pro domo sua, las doctrinas de Jesucristo, usándolas a su manera en favor de sus intereses materiales o saltándoselas a la torera cuando no se adaptan a ellos.


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