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Al salir a las dos de la tarde de mi trabajo en la Biblioteca, me encaminaba a casa, algo cansado por el servicio de libros al público, y después de almorzar marchaba al café, donde entonces solo hacía mi consumición, fumándome un modesto puro. Luego, me daba un paseo generalmente largo por los alrededores de la ciudad, volviendo a casa, donde, para matar mi aburrimiento, compré un acordeón que en unas cuantas semanas dominaba como casi un virtuoso, corriendo mi fama en su manejo entre los aficionados, lo que fue motivo del acto más transcendental de mi vida.

Yo quería trabajar por la República, claro es que románticamente, pero ignoraba la vida republicana en Salamanca, ciudad eminentemente levítica. Mi compañero y jefe, don Agustín, antiguo diputado republicano en las Constituyentes, figuraba entonces en el Partido Liberal, en el sector de Gamazo, y ello me retrajo a pedirle orientación en el terreno político, resignándome a una forzada inactividad, hasta que se me presentó la primera ocasión para actuar, con la conmemoración del día 11 de febrero, aniversario de la proclamación de la Primera República, que los republicanos celebraban en toda España.


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