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Vi anunciada en la prensa una reunión de los republicanos en un gran salón de baile de la calle de Espoz y Mina, en el que hacía la citación para la celebración de dicha fiesta, y en la que por solo cincuenta céntimos se tenía derecho a tomar café, media copa de licor y un modesto puro. Me encaminé hacia el susodicho local a la hora señalada y me senté entre los asistentes, muchos en verdad, que llenaban las mesas a todo lo largo. Hablando con los más cercanos a mí, me di a conocer a ellos y a los pocos momentos, merced a la campechanía y franqueza castellana, llegamos hasta a tutearnos como si fuéramos viejos amigos de toda la vida, solicitando a voces que yo hablara cuando se iniciaron los discursos conmemorativos. Me hicieron subir en una silla para que todos pudieran verme y oírme mejor hasta los extremos del gran salón, y «lancé» un discurso lleno de exaltación republicana que arrancó entusiastas aplausos, despertando ello la general curiosidad, corriendo la voz entre todos los asistentes de que yo era un joven republicano madrileño, recién venido de Madrid, a hacerme cargo de bibliotecario en la Universidad, que había ganado por oposición.


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