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—¿Y yo? —preguntó ella.

—Tú te quedas conmigo. Llama a Marcelino García. Quiero que estés delante cuando lo interrogue y que tomes notas. No le pidas que venga. Es mejor que vayamos nosotros al chalé.

El cabo José Souto se quedó solo. Le había hecho gracia que Orjales considerara «talluda» a Manuela, una aldeana muy guapa y que a él le parecía joven. El guardia tenía veintiséis años y Verónica Lago veintidós. Eran de otra generación y veían las cosas de otra manera. Este pensamiento le hizo olvidar momentáneamente la sordidez del crimen que tenía entre manos.

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Marcelino García Lameiro tenía cincuenta y dos años, era alto, lucía un moreno de yate y estaba completamente calvo. Vestía con buen gusto y tenía las maneras propias de un veterano vendedor. Dirigía una sociedad propietaria de tres talleres oficiales de concesionarios de las marcas Seat, Volkswagen y Audi, situados uno junto a otro en un polígono industrial de A Coruña. Había montado el negocio con dinero de su mujer, Rosalía Besteiro, que era quien había aportado prácticamente la totalidad del capital social.

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