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—No, cabo. Ni mi suegra, que yo sepa, ni mi mujer ni yo los tenemos, aparte del seguro de accidentes de los coches.

—Dígame, ¿ha podido verificar si robaron más cosas, aparte de las joyas de las que me habló el otro día y el dinero del bolso de su señora?

—No he echado en falta nada más. Pero las joyas eran muy valiosas. Mi suegra tenía muchas, creo que bastante buenas, y mi mujer también tenía algunas muy caras que le regalé yo. Están aseguradas y tengo fotos de todas. No de las de mi suegra; solo de las de Rosalía. Lo que no entiendo es cómo las encontraron, pues el doble fondo que fabricamos en un cajón de la cómoda de nuestro dormitorio era prácticamente imposible de descubrir y también el cajoncito secreto del escritorio. O eso creíamos. Aparte de eso, creo que mi suegra guardaba en algún sitio bastante dinero en metálico, pero no sé dónde.

—¿Quién conocía el escondite de la cómoda?

—Solo nosotros tres: mi suegra, Rosalía y yo. No creo que Manuela, la muchacha, lo conociera, aunque no puedo asegurarlo.

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