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—Quiero que me encontréis a ese individuo antes de la hora de comer. Me da igual quién se encargue de hacerlo. Os ponéis de acuerdo entre vosotros.

Los guardias se movieron deprisa y, sobre la una de la tarde, Orjales apareció por el cuartel acompañado de un hombre joven que aparentaba entre veinticinco y treinta años, más bien alto, bien parecido y vestido con cierta elegancia. Orjales le pidió que esperase un momento en la entrada y fue a ver al cabo.

—Cabo, tengo a nuestro hombre ahí esperando. No le he dicho nada, no sabe por qué le he pedido que me acompañara, aunque lo supone y está asustado. No me ha puesto ninguna pega; solo me ha dicho que suponía por qué queríamos hablar con él. ¿Qué hago? ¿Le digo que pase?

—¿Quién es?

—Jesús Canido. Lo llaman Suso. Es decorador.

—¿Cómo lo encontraste?

—Me lo dijo Manuela en cuanto se lo pregunté.

—Está bien, luego hablamos. Que pase.

Orjales fue a buscarlo y lo llevó al despacho del cabo Souto, que lo saludó amablemente, le tendió la mano y le pidió que se sentara. Canido se sentó y esperó en silencio a que el cabo se sentase también. Orjales miró a su jefe; este le hizo un gesto para que los dejara solos. El guardia salió y cerró la puerta.

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