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—Tiene que comprender, señor Canido, que no me queda más remedio, en efecto, que someterlo a un interrogatorio, y que la razón de hacerlo está relacionada con algo… —el cabo Souto buscó una palabra que no fuera ofensiva—, digamos muy personal. Pero no lo considere como un interrogatorio inculpatorio dirigido contra un presunto culpable, sino como las preguntas normales que debo hacer a alguien próximo a una de las víctimas y, sobre todo, a una de las últimas personas que la vieron con vida. Serán preguntas como las que le haría a un testigo, no a un asesino. ¿De acuerdo?

Canido meneó la cabeza afirmativamente. Estaba visiblemente emocionado.

—Voy a hacer una cosa para que no se sienta usted cohibido y podamos tener una conversación relajada —continuó Souto—. Normalmente, yo debería pedir a un agente que se sentara a esa mesa y anotara su declaración. Pero no lo voy a hacer. Charlaremos los dos solos, sin testigos. Ya se le tomará declaración en su momento. Y puede estar seguro de una cosa: el hecho de hacerle preguntas delicadas no supone que no respete su intimidad, siempre que usted me respete a mí, claro, y no trate de engañarme. ¿De acuerdo?

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