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Isabel, que había sido anunciada previamente de la visita del rey, se engalanó con su mejor atuendo para recibirle. Para la ocasión, indicó a su criada que le ajustase un pocos más el corsé, hasta el punto de dificultar su respiración. Pero de esta forma lucía un talle más esbelto, si cabía, lo que unido a un generoso escote resaltaba aun más sus turgentes pechos. Como tantas otras veces, ambos amantes ansiaban el encuentro.

– Majestad – dijo Isabel haciendo una reverencia frente a la puerta de la Casa de Su Majestad -, aquí tenéis a vuestra humilde servidora.

El rey besó la mano de Isabel y se deleitó unos instantes contemplando y admirando su belleza.

– Pareciere querida Isabel, como si no pasaran los años por vos – dijo el rey sin soltar la mano de su amante -. Vuestra hermosura es cada día más radiante.

– También Su Majestad se ha conservado muy bien durante estos años – dijo Isabel devolviendo el cumplido y aprovechando para insinuar, que algo habría contribuido ella a ese estado de conservación real.


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