Читать книгу Un mundo para Julius онлайн

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«¡Estense quietos, niños!», ordenó la señora Susana y, por su par­­te, Juan Lastarria: «Siga, por favor; no ha pasado nada». El mago obe­deció y siguió, pero claro, es lógico, antes guardó bien sus palomas y ahora empezó más bien a meterse cosas: se tragó un fierro ca­liente, luego una espada, y así sucesivamente hasta que empezó con otros trucos, de cartas esta vez. Era un trome, el mago, había trabajado en la televisión y todo, su partenaire no se cansaba de decirlo, un espec­táculo de primerísima calidad para los niñitos del Perú y de Sud­américa, un espectáculo de calidad en honor de Rafaelito Las­tarria cuyo onomástico celebramos hoy día, un aplauso para él (Mar­tín, por supuesto, cero), hijo del señor y la señora... Ya basta, pinta­monos.

Pero hay un momento en que los magos tratan de probarles a los niños que en esta vida no hay nada imposible. Entonces los llaman, les piden que se acerque uno, cualquiera de ellos y que pruebe hacer un truco. Los niños se cortan toditos, se avergüenzan, enmu­decen, agachan las caritas, las esconden en el pecho, las amas los em­pujan, les dicen que vayan, así hasta que se para un decidido, uno que, por ejemplo, ya ha ayudado la misa y va y hace un tru­quito di­rigido por el mago, y se gana la eterna admiración de sus compañeros. Sucede siempre, o mejor dicho, casi siempre, porque en este santo sucedió algo mucho mejor, una escena colosal.

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